El verdadero sufrimiento del ser humano es la desconexión de la naturaleza, la ruptura del cordón umbilical. Con el arte el intento es reconectarse o en último caso, alabarla, agradeciéndole. En algunos casos, ese sufrimiento se disfraza de religión o de utopía. En el fondo, nuestro malestar es haber sido expulsados del paraíso. Nunca valoramos a la naturaleza, luchamos contra ella, la odiamos. No obstante, tuvimos que considerar su posible muerte para entender su relevancia. Por relevancia estoy diciendo, para entender su significación íntima, que trasciende a la especie humana, y está entre los elementos constitutivos de lo que llamamos vida. Negar a la naturaleza o subvalorarla es un suicidio, consciente o no. Y esa muerte no es natural.

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Imaginar un mundo que ha sido devastado por un apocalipsis mundial es visualizar un paisaje donde las estructuras de la civilización han colapsado, dejando a la humanidad enfrentada a una realidad cruda y primitiva. En este escenario, donde la lucha por la supervivencia domina cada momento, surge la pregunta: ¿por qué un humano haría arte después de tal catástrofe?

La respuesta reside en la naturaleza misma de la existencia humana y en nuestra necesidad inherente de encontrar significado en medio del caos. El arte, desde tiempos inmemoriales, ha sido una forma de conexión y de comunicación que trasciende lo meramente físico. Crear arte en un mundo post-apocalíptico no es solo un acto de expresión individual, sino una necesidad fundamental de reestablecer nuestro vínculo con la esencia de la vida y con los otros.

Después de un apocalipsis, el arte se convierte en un grito de resistencia frente a la destrucción. Es un medio para reafirmar la humanidad y para recordar que, a pesar de todo, seguimos siendo seres capaces de belleza y creatividad. Este impulso de crear, de manifestar nuestras experiencias y emociones a través del arte, es una forma de rebelión contra la desolación y la muerte. Es una afirmación de que, incluso en la adversidad más extrema, existe un anhelo de transcendencia y de conexión con algo más grande que nosotros mismos.

El sufrimiento humano, en su esencia más profunda, proviene de nuestra desconexión con la naturaleza y con nuestro propio ser interior. El arte, en un mundo devastado, se convierte en un puente hacia esa reconexión. A través de la creación artística, intentamos recuperar la armonía perdida, expresar nuestra gratitud y alabar la belleza que aún persiste en los fragmentos del mundo que nos queda. En el fondo, el arte después del apocalipsis es una búsqueda desesperada por recuperar el paraíso del que fuimos expulsados.

El arte también sirve como una forma de memoria colectiva y de preservación de la identidad. En un mundo donde la historia ha sido borrada y el futuro es incierto, las obras de arte son testimonios silenciosos de nuestra existencia, de nuestras luchas y de nuestras esperanzas. Son fragmentos de humanidad que se niegan a ser olvidados, que luchan por ser recordados y por ofrecer un sentido de continuidad y de propósito.

Además, el arte en un contexto post-apocalíptico es una forma de comunicación con las generaciones futuras, una advertencia y una esperanza. Es un recordatorio de los errores del pasado y una guía para evitar repetirlos. Es un medio para decir: “Nosotros estuvimos aquí, sufrimos, pero también creamos, amamos y esperamos”.

Negar la importancia del arte en un mundo post-apocalíptico es negar una parte esencial de lo que significa ser humano. Subvalorar la naturaleza y nuestra conexión con ella es un acto de suicidio, consciente o no. El arte, entonces, no es solo una expresión de la creatividad humana, sino una necesidad vital para la supervivencia espiritual y emocional. Es una forma de reconstruir la humanidad en medio de la ruina, de reconstituir la vida a partir de las cenizas, de recordar que, incluso en el peor de los tiempos, hay un rincón en el alma humana que busca la belleza, la conexión y el significado.

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